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La crisis arrecia: el gobierno la descubre con método Macondo
por Jorge Raventos


Lo que la señora de Kirchner denominó -con ingenio quizás inoportuno- "efecto jazz" parece ser algo más hondo y extendido que una crisis determinada por créditos hipotecarios despreocupadamente otorgados a deudores insolventes. Por otra parte, en esa música se presiente algún bandoneón. En fin, algo argentino suena.

Aunque no se han difundido datos demasiado precisos sobre el número de hipotecas con problemas en Estados Unidos ni sobre el monto en dólares que ellas involucran, algunas estimaciones ubican esas cifras en el orden de los seis millones de hipotecas en dificultades, por un valor total de alrededor de 1,5 billones (millones de millones) de dólares.

¿Se puede seguir hablando de "crisis de las hipotecas"? Si el monumental -digamos- contratiempo financiero estuviera reducido exclusivamente a las hipotecas impagables, el salvataje lanzado por el gobierno de George Bush y arduamente aprobado por el Congreso norteamericano, sumado a otras fortísimas erogaciones resueltas por el Tesoro y la Reserva Federal deberían haber sido eficaces.

El plan de salvataje fue dispuesto por 750.000 millones de dólares, pero observadores calificados consideran una cantidad muy superior. Domingo Cavallo, por caso, señala en su blog que "las estimaciones más realistas hacen ascender esa cifra a 2 billones (millones de millones), es decir un 15 % del PBI de los Estados Unidos".

Como para poner las cosas en contexto, conviene recordar que, en medio de la guerra contra el terrorismo global y de sus compromisos en Irak y Afghanistan, el presupuesto de defensa y seguridad del territorio de los Estados Unidos es igual al 5 por ciento de su PBI. Es decir que han dedicado al salvataje financiero tres veces esa cantidad.

Y sin embargo los mercados han respondido con sostenido escepticismo, con derrumbes de las bolsas, una señal clara de que ven los límites de la complicación mucho más allá del tema de las hipotecas subprime.

Alvin Toffler, uno de los intelectuales que más agudamente han observado la sociedad planetaria de las últimas décadas, considera que el fenomenal barullo es una consecuencia de la revolución tecnológica de la información: "El problema comenzó –conjetura- cuando se computarizaron las finanzas y Wall Street fue prácticamente invadido por personas formadas matemáticamente en Silicon Valley, que eran muy creativos y diseñaban nuevos instrumentos, que cada vez eran más complejos, al punto de que mucha gente de la misma bolsa no los entendía". Las finanzas virtuales se desplegaron muy velozmente y la globalización avanzó antes que en otros terrenos en el financiero. En términos de Toffler: "El sector financiero creció más rápido que la economía y las transacciones fueron cada vez más rápidas, hasta que el sistema se descontroló".

Es posible, pues, que la distancia que media entre la economía real y las finanzas virtuales se haya extendido exageradamente, y que la "economía creativa" se haya desarrollado mucho más allá de lo actualmente manejable.

Algunas cifras permiten medir aquella distancia. Veamos. Economía real: el PBI mundial ronda actualmente los 60 billones (millones de millones)de dólares y el comercio mundial de mercancías está alrededor de los 8 billones.

Paralelamente, se estima que los productos financieros conocidos como "derivados" (distintos instrumentos que permiten y representan transacciones financieras cada vez más alejadas de la economía tangible) suman alrededor de 2.000 millones de millones. ¡Casi 40 veces el PBI del planeta!

Las cifras destinadas por Estados Unidos para el salvataje (incluso sumando a ellas las que incorporan las acciones lanzadas por Europa y por naciones asiáticas), más que razonables para afrontar un problema circunscripto a las insolvencias hipotecarias, serían una gota en el océano si lo que está estallando fuese en realidad una burbuja de derivados. Porque sobre esa materia no hay registro ni cálculo preciso de sus dimensiones. Sólo se sabe que constituye un enorme agujero negro.

La "economía creativa", la selva de derivados financieros sería, en algunas interpretaciones, signo de identidad de un capitalismo posmoderno. Un artículo reciente de Daniel Montamat en La Nación afirmaba ese diagnóstico desde el costado del consumo: "El consumo posmoderno, a diferencia del consumo moderno, es un consumo existencial. Es un consumo para ser que está asociado a la eternidad del instante de la cultura posmoderna. Tiene la naturaleza de los consumos adictivos". En rigor, la cultura de la posmodernidad guarda un aire de familia con aquellos mecanismos de invención financiera que alcanzan tal grado de abstracción que se despegan sin complejos de lo tangible. Es plausible pensar que a una cultura del relativismo que iguala la verdad con la verosimilitud, niega las identidades físicas para reemplazarlas por géneros concebidos como elecciones voluntarias o confunde la realidad con "el relato" corresponda una economía imaginativa, inventiva, especulativa.

Sin embargo, a veces la diferenciación se transmuta, en los enfoques ideologistas de alguna izquierda que se ha quedado sin ideales propios y a menudo sin ideas, en coartada para atacar la lógica capitalista realmente existente en nombre de un capitalismo presunto, al que se le extrae la vocación de lucro para imaginarlo como una pasteurizada red de oenegés consagradas a la producción y la beneficencia. El francés André Glucksmann liquida ese argumento: "Es inútil contraponer un capitalismo industrial que ha seguido siendo prudente a una esfera financiera imprudente y temeraria. El mismo progreso industrial, que por cierto no se asemeja a un calmo río, alterna continuamente la creación y la destrucción, el abandono de las antiguas fuerzas productivas y la explosión de nuevas fuentes de riqueza. El sistema financiero estimula estos movimientos de destrucción creativa que definen siglo tras siglo la occidentalización del mundo".

Lo (relativamente) nuevo es el carácter global de la crisis o, si se quiere, la extraordinaria densidad global de sus alcances.

A una dificultad que está en el orden de las magnitudes se agrega otra, relacionada con la asimetría entre el fenómeno y los instrumentos existentes para acotarlo y ordenarlo. En otros términos: las finanzas (y en buena medida la economía, en términos amplios) han adquirido una naturaleza global, pero no hay un poder ni un sistema normativo de esas características. Tres semanas atrás, citábamos aquí, sobre este punto, una observación de Felipe González: "La famosa gobernanza (papel ineludible de la política) permanece en el ámbito de lo local-nacional y de los obsoletos organismos financieros del pasado, en tanto que los fenómenos económicos y financieros más relevantes se mueven en el ámbito global sin gobierno alguno".

Ese diagnóstico sugiere la necesidad de una política global, capaz de construir nuevos instrumentos económicos, poner reglas globales y hacerlas cumplir.

La ausencia de tales condiciones fue otro de los elementos que sumó desconfianza a la desconfianza en las últimas semanas: las naciones principales no exhibían (ahora empiezan apenas a hacerlo: la precipitada reunión del G7 es una expresión de ello) capacidad o voluntad de al menos coordinar acciones para afrontar el cimbronazo de la gran crisis. Que aún se encuentra en pleno desarrollo: "Creo –estima Toffler-, que esta crisis no ha terminado pues según los cálculos de mi esposa, que es experta en finanzas, si esto se considera un problema, ¡esperen a que tengamos una explosión basada en tarjetas de crédito, que es la siguiente fase!".

La transversalidad global de la crisis teñía de ingenuidad las primitivas declaraciones de la señora de Kirchner, en el marco de su viaje a Nueva York, cuando parecía soñar en voz alta con un aislamiento perfecto de su reino, preservado de cualquier contaminación proveniente del resto del mundo (o, más bien, "del primer mundo") . En esos momentos (in pectore, quizás también ahora) la presidente cultivaba radicalmente la teoría del desacople, parecía convencida de que el aislamiento internacional al que el oficialismo sometió a la Argentina resultaba una inviolable malla de seguridad.

En los últimos días, en público al menos, la dama ha advertido que la crisis "tendrá secuelas económicas y sociales" en nuestro país. "El mundo es redondo como una naranja", descubrió a su modo José Arcadio Buendía, amarrado a un tronco bajo la lluvia de Macondo, en Cien años de soledad. Bienvenidos los raptos de lucidez, aunque esta sea intermitente o tardía.

El gobierno K practicó eficazmente el desacople en un sentido: consiguió alejar largamente al país de la corriente de inversiones extranjeras directas que benefició a la región en los últimos años. Argentina, que una década atrás era, junto a China, principal receptor mundial de esas inversiones, se ubica ahora quinta en América Latina, detrás de Brasil, Chile, Colombia y Perú.

Durante los años de vacas gordas, cuando el mundo financiaba con ligereza y Argentina podía obtener fondos baratos de los organismos internacionales, el gobierno se ensimismó, propuso vivir con lo nuestro, despreció las obligaciones con los bonistas que no aceptaron el canje y mantuvo vigente la deuda con el Club de París, dejó crecer la inflación y fracasó en contenerla a través de regulaciones y falsificación estadística. Así, Argentina se encuentra con una tasa de riesgo país de las más altas del planeta (llegó a los 1400 puntos básicos), pasa a ser descalificada como "país emergente de frontera" y sólo puede obtener financiamiento (caro) del chavismo venezolano.

Pero si esas puertas al mundo (las de la inversión y el financiamiento) están básicamente clausuradas, ocurre que hay otra, fundamental, que –pese a esfuerzos en contrario, como la guerra contra los productores agroganaderos- quedó afortunadamente abierta: la puerta del comercio internacional. Y por esa puerta, por la que ingresan los recursos que permitieron las tasas de crecimiento de los últimos años, penetra ahora la realidad de la crisis.

Los precios estratosféricos alcanzados hace pocos meses por los alimentos argentinos (soja y otros) se contraen marcadamente. La soja bajó de los 600 dólares la tonelada del primer trimestre, a algo más de 300. El país recibirá retribuciones más bajas y probablemente en varios rubros venda menos, porque una economía mundial que se desacelera contrae todas las demandas (además, la pelea contra el campo tuvo consecuencias: en muchos rubros la producción ha caído).

El presupuesto dibujado por el gobierno, que debe ser discutido en el Congreso, tendría que ser rediseñado:; la crisis desbarata las previsiones comerciales y también las relativas a la recaudación: menos exportaciones y a cotizaciones más bajas es sinónimo de un recorte fuerte de recursos. ¿Por qué debatir sobre lo que no fue, no es y no será?

La torpeza y cortedad de miras del gobierno K inutilizaron instrumentos económicos por usarlos caprichosamente durante los años con viento en las velas. Ahora, cuando los necesita imperiosamente, ya no puede emplearlos.

Los industriales se quejan de que la inflación erosionó totalmente la ventaja cambiaria que les produjo la devaluación de Duhalde y ahora están aterrados por la amenaza comercial de Brasil (que ha dejado caer su moneda un 40 por ciento en las últimas semanas) y por la de China: consideran que los asiáticos buscarán colocar en terceros países producciones que hasta ahora vendían en Estados Unidos, un destino que quedará obstaculizado por el previsible reflejo de austeridad y encogimiento del mercado americano ante la crisis. En cuanto al vecino y socio, lo ven adquiriendo competitividad cambiaria y dispuesto a emplear a fondo las facilidades que el Mercosur le proporciona para ingresar al mercado local.

El oficialismo se encuentra ante un dilema: si sigue administrando la devaluación del peso, dispara inflación agregada, encarece el 40 por ciento de la deuda pública (bonos que se indexan por precios), deteriora salarios, alimenta los reclamos gremiales (la CGT tiene su Comité Central Confederal el martes 14 y muchas organizaciones insisten en compensar el salario perdido con la inflación), pone en riesgo la gobernabilidad; si no lo hace, incrementa la vulnerabilidad de la producción argentina (incluyendo, por cierto, al campo, para el cual el peso de las retenciones actuales se ha vuelto ruinoso), abre un flanco en el tema del desempleo y agrave los riesgos en materia de recaudación. ¿Puede acaso actuar en el terreno comercial con la lógica del desacople que empleó en otros terrenos? ¿Levantará una muralla china en materia de intercambio? ¿Abrirá un conflicto comercial en el Mercosur precisamente cuando el mundo requiere más asociatividad, cuando la crisis reclama –como apuntaba el astuto Felipe- "gobernanza global"? En el diseño de esa gobernabilidad participarán aquellos países y grupos de países dispuestos, por fuerza y convicción, a asumir responsabilidades globales, preparados para no sentirse ajenos. Dispuestos a acoplarse, no a desacoplarse.

El gobierno quiere agrandar y concentrar más la caja (el proyecto de presupuesto que envió al Congreso achica a un 24,5 por ciento la coparticipación de recursos nacionales, cuando el piso legal es el 33 por ciento), pero ahora choca con los reclamos de provincias y municipios, que quieren manejar lo que, al compás del debilitamiento del poder central, han vuelto a entender que les pertenece. El oficialismo K ve con temor que le reclamarán un reparto menos concentrado de una caja que será más chica y que no puede ampliarse con mayor presión fiscal, porque esa presión ya es muy pesada para la enorme mayoría.

Ha dedicado a los subsidios (una de las "columnas del capitalismo de amigos") más fondos que a la acción social. Ahora tendrá que recortarlos, y eso resentirá las amistadas adquiridas. La obra pública seguramente se seguirá desacelerando.

Sin viento de cola, sin recursos extraordinarios, con un deprimidísimo apoyo de la opinión pública, con su credibilidad limada por escándalos como los de la efedrina, los remedios falsificados y las valijas con dólares chavistas, el gobierno tiene –como acierta la señora de Kirchner- "una oportunidad": la de demostrar si lo que llama su "modelo" funciona cuando no cuenta con condiciones excepcionalmente favorables.

El "efecto jazz" es un fenómeno de enormes dimensiones; no ocurre "afuera", no hay tabiques que lo detengan, golpea en Wall Street, en Reikiavik, la capital de Islandia o en provincias argentinas, en muchas de las cuales hay ingresos per capita inferiores a los del Africa subsahariana.

La crisis es mucho más que un relato posmoderno. Es una realidad, donde mueren las palabras huecas.

El mundo es redondo como una naranja, nomás.

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