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Panorama político nacional de los últimos siete días

Las cifras del escándalo
por Jorge Raventos

Fuimos
empapelando el mundo
con números y nombres,
pero
las cosas existían,
se fugaban
del número,
enloquecían en sus cantidades,
se evaporaban
dejando
su olor o su recuerdo
y quedaban los números vacíos.

Pablo Neruda, Oda a los números

Tensando su oratoria entre la ardua aritmética y la más breve, aunque, severa, ética, Néstor Kirchner reivindicó el jueves 6 su “autoridad moral para hablar de pobreza”.

Lo hizo en Quilmes, al romper una corta temporada de silencio, rodeado por intendentes del sur del conurbano bonaerense. El ámbito parecía propicio para referirse al tema: según un sociólogo de comunión oficialista – Artemio López- , el cinturón de suburbios de Buenos Aires constituye “ un aglomerado de pobreza e indigencia (…) con una concentración de población pobre e indigente 260 por ciento más intensa que la media nacional” que congrega “3,1 millones de pobres”, de los cuales “ dos millones residen en un segundo cordón”, con “una densidad de 1.100 ciudadanos pobres por kilómetro cuadrado de superficie”.

El esposo de la presidente se sintió urgido a hablar del asunto porque horas antes, en vísperas del día de San Cayetano, se había conocido la palabra del Papa Benedicto XVI reclamando atender “al escándalo de la pobreza y la inequidad social” en la Argentina. No es habitual que el Pontífice aluda explícitamente a un país como lo hizo en esta ocasión.

La Iglesia de la Argentina ha venido destacando la situación que sufre un enorme sector de la población del país (casi un 40 por ciento, indicó pocas semanas atrás el obispo de San Isidro, monseñor Jorge Casaretto) y mereció por ello la objeción dura del gobierno, que –empeñado en defender las cifras que elabora su Instituto de Estadísticas- sostiene una visión minimalista.

La creatividad estadística oficial es un tejido de invenciones en el que cada dato falso condiciona una serie de engaños derivados. Como el INDEC estima los índices de pobreza basándose en las dibujadas cifras de su Índice de Precios al Consumidor, subestima el número de personas que no llegan a cubrir la canasta básica. Según aquellos precios una familia necesita alrededor de 1.000 pesos para superar la línea de pobreza; las estimaciones independientes dicen que el costo de esa canasta se encuentra en torno a los 1.600 pesos. Así, mientras el gobierno K y su Indec declaran que la pobreza está apenas por encima del 15 por ciento, el resto del mundo - de los consultores privados a la Iglesia - la ven superando el doble de ese número.

Para la consultora Ecolatina, fundada por Roberto Lavagna, el costo de la canasta básica total está en 1.667 pesos. Para Ernesto Kritz, uno de los más respetados estudiosos del tema, ese costo se ubicaba a fin de junio, para una familia tipo de cuatro integrantes, en 1560 pesos. Con esa estimación, algo inferior a la de Ecolatina, Kritz calcula que el nivel general de pobreza del país está en el 32 por ciento y se eleva en los partidos del conurbano al 37 por ciento. Más de un tercio de la población es pobre. Las cifras son más dramáticas cuando se habla del sector de la sociedad que trabaja en el sector informal: allí la pobreza llega al 45 por ciento y la indigencia (es decir: la imposibilidad de cubrir la canasta alimentaria) asciende a 17 por ciento.

Néstor Kirchner se envaneció en su discurso quilmeño del jueves 6 de que “nosotros redujimos la pobreza ostensiblemente”. La veracidad de esa frase es anacrónica. Sin duda hubo un descenso del índice de pobreza entre 2003 y 2006, esos años en que las excepcionales condiciones de la economía internacional le ofrecieron a la Argentina una oportunidad extraordinaria. En rigor, el índice ya venía descendiendo en la última porción de la presidencia de Eduardo Duhalde, después de haber superado 50 por ciento entre 2001 y 2001. Pero el descenso de la pobreza al que alude Néstor Kirchner deja de verificarse (y la tendencia se invierte) a partir de 2007. Primero por obra de la creciente inflación y enseguida porque el freno de la inversión y el paráte productivo (intensificados por la estéril guerra contra el campo que desató el gobierno) golpearon el mercado laboral con despidos, caída del empleo y renovado ascenso de la informalidad.

Más allá de que los estudios lo registran en sus distintas variables, el incremento de la pobreza se observa a simple vista: en la Capital Federal se ha duplicado el número de las personas que duermen precariamente a la intemperie, sometidas a los fríos despiadados, de los que mendigan, de los que pucherean míseramente. En Córdoba el número de menesterosos que recibe ayuda del estado provincial pasó en un año de 510.000 a 570.000. Detrás de la grave emergencia por la que clama la Iglesia y ha posado su mirada el propio Papa, hay situaciones estructurales que resolver, que van más allá de la urgencia del pan y el abrigo. En el Gran Buenos Aires dos de cada diez jóvenes no estudian ni trabajan; en las zonas más sufridas la salud, la seguridad, la justicia son cosas más lejanas aún que las redes de gas y agua potable o las cloacas. El cardenal Jorge Bergoglio acaba de crear en su diócesis una vicaría destinada a servir a las villas de emergencia. Su titular, el sacerdote José María De Paola (el Padre Pepe), apuntó a “una historia de ausencia del Estado”. Y aclaró: Cuando hablamos de abandono del Estado nos interpretan como que decimos que el Estado no hizo casitas. No es sólo casas o complejos de vivienda, sino toda la vida social que debe tener cualquier barrio, en el que entra la justicia, la educación, la salud, todo”.

El gobierno recibe a la defensiva esos señalamientos. Los registra con la mirada defensiva que le dicta el creciente aislamiento en que se encerró tras la derrota electoral del 28 de junio.

El argumento de la acción contra la pobreza fue durante largo tiempo la justificación de políticas intervencionistas y también la excusa de la tajada aplicada al campo y al interior del país a través de las retenciones. La constatación de que hay más pobres que hace tres años y de que la situación alcanza un grado dramático hace estallar esos razonamientos. “¿En qué se gastaron entonces los 30.000 millones que aportó el campo?”, disparó el domingo 2 Hugo Biolcatti desde la tribuna de la Exposición Rural.

El discurso oficialista de la lucha contra la pobreza se desvanece en todas sus dimensiones. Hoy, para justificar los letales incrementos en las boletas de gas y de luz, el gobierno admite, en los hechos, que lo que estuvo subsidiando durante toda su gestión fueron las tarifas de los sectores más acomodados, no las de los más expuestos. Una administración irresponsable dejó caer a la mitad las reservas energéticas, alentó el despilfarro con precios políticos y ahora descarga sobre la sociedad las consecuencias de esa chapucería, bajo la forma de tarifas que para amplísimos sectores resultan impagables. Suma así más conflictos a los que ya lo debilitan, más cuestionamiento al que ya padece.

La guerra con el campo ha provocado una detención extendida de las inversiones y la producción: la crisis que el país sufre en ese sentido tiene poco que ver con la crisis internacional (que, por otra parte, ya se despide a la luz de la recuperación formidable de China y su área de influencia y de su otra locomotora, la productividad de la economía estadounidense). Sin resolver ese problema se agrava el problema fiscal (lo que deriva en tarifazos para reemplazar la maraña de subsidios, y en achicamiento de recursos para asistir la emergencia social, por ejemplo). El gobierno se encarcela a sí mismo en el círculo vicioso: afirma que el campo y la oposición le quieren quitar las retenciones para desfinanciarlo. Por el contrario: el obstáculo es la actitud oficial, que sume al país en la desconfianza, alienta la fuga de capitales y desalienta la inversión por su terca guerra contra el sector productivo. En estos días el escenario de esa divergencia se ubica en el Congreso.

La realidad y su propia obstinación aíslan al gobierno mucho más que una oposición que parece inspirada por sus cálculos sobre el 2011 antes que por los acuciantes desafíos de la actualidad. Aunque el gobierno se obsesiona imaginando teorías conspirativas e intenciones destituyentes, las intenciones más pérfidas de los opositores consisten, por el contrario, en que el kirchnerismo siga en el gobierno hasta el final y se haga cargo de la factura derivada de sus políticas. Algunas fuerzas opositoras parecen inspiradas por aquella frase que empleó Ricardo Balbín a principios de 1976, cuando el gobierno de Isabel Perón se veía agónico: “Hay que llegar a las elecciones aunque sea con muletas”. Para esas urnas que Balbín evocaba faltaban pocos meses pero la crisis avanzaba a gran velocidad.

Ya se difunden nombres de quienes pueden aspirar a la presidencia en las lejanas elecciones de dentro de dos años. Se detectan, en cambio, menos voluntarios a hacerse cargo de devolver un rumbo adecuado a la Argentina si el gobierno persiste en su derrotero de colisión.

1 comentario:

hayds dijo...

Felicitaciones por un artículo brillante, y valiente, como todos los que aquí he leído. No sin cierta carga de angustia y mucha impotencia.
Saludos cordiales.